El primero y el último escalón son los que más cuesta conquistar.
De hecho, levantar la pierna derecha y flexionar la rodilla para apoyar primero el talón y luego, la puntera de sus viejas botas, en el peldaño inaugural de la escalera, había supuesto un esfuerzo descomunal.
La escalera estaba vieja y desgastada, los escalones estaban desnivelados y los crujidos que sus pies arrancaban a la madera apolillada con cada nuevo paso, no ayudaban a tranquilizar sus nervios. En el primer rellano tuvo que detenerse.
Se apoyó en la desconchada pared, sin importarle la humedad que la impregnaba. Tuvo que cerrar los ojos y respirar fuerte, echando la cabeza hacía atrás. Poco a poco, se fue serenando. Recordó por qué estaba allí, la última palabra que le dijo, la última mirada antes de subir al coche, antes de dejarla marchar, y luego, los días sin ella, largos y tediosos, como domingos de invierno, las noches recordándola y el inmenso vacío que se había instalado en su pecho, donde antes hubo un corazón.
Estos recuerdos le hicieron proseguir.